Ser gordita en estos tiempos es, más que un artículo, una reflexión que escribió Martín Wong a raíz de algunas vivencias con su novia. Resulta una lectura muy interesante puesto que está escrita des del punto de vista masculino y con todo el amor y el respeto del mundo hacia el sexo opuesto.
Des de Dietafitness, recomendamos su lectura y damos las gracias a Martín Wong por esta magnífica reflexión que estamos seguros que nos va a ayudar un poco a todos y a todas a ver las cosas desde otra perspectiva y a querernos un poco más.
Gracias.
Disfrutábamos cómodamente de una hamburguesa, junto a una carretilla que asemejaba a una estufa gigantesca, cuando de pronto mi novia me preguntó si estaba gorda. Como todo caballero, le respondí que lucía espectacular, pero más me hubiera valido no haber mentido tan exageradamente. Me lo volvió a preguntar, esta vez poniéndose de pie, dándose una vuelta entera y advirtiendo que mirara con atención y sea lo más sincero posible. Puse cara de doctor y tomé una larga pausa mientras la analizaba. Bajita y de ojitos juguetones, una pícara sonrisa se dibujaba entre sus mejillas voluptuosas. Sus brazos eran gorditos, pero me gustaban. Su pronunciado escote, tantas veces instigador de lujuriosas miradas, apenas sostenía su abundante y florido busto. Debajo de éste, un pletórico abdomen, apretujado por el blue jean, parecía exigir pronta liberación.
Sí, es cierto. Había engordado un poco desde que nos comprometimos hace tres meses, pero no perdía atractivo para mí. La he visto engordar durante las vacaciones y adelgazar durante el verano muchas veces, y siempre me ha parecido la linda y tierna chica de la cual me enamoré. Jamás dije o hice algo que le haga pensar que me incomoda su figura, así que los comentarios sobre su silueta debían provenir de otros flancos: de su mamá quizá, de sus amigas o de su hermana. Las mujeres siempre andan cuidando la línea ajena. Y aunque le dijeran que se parece a Liz Taylor (pero en sus últimos años), para ella yo tenía la última palabra. Por eso es que, parada allí mientras se quitaba la mayonesa de los labios, me miraba con la expectación de un reo esperando la sentencia.
Tenía dos caminos: decirle que estaba engordando y provocar una crisis en su estado de ánimo, con periodos de melancolía y conductas acomplejadas, seguido por desesperados planes de dieta y footings matutinos de los que no podré escapar (además, al ser reconocida por mí, su gordura se convertirá en el referente de todas nuestras posibles discusiones: si un día no tengo ganas de salir y quiero que nos quedemos en casa, dirá que es porque tengo vergüenza de exhibirme con una ballena; si paso un sábado con los amigos, pensará que la estoy abandonando; si olvidé darle un beso de despedida, será porque que ya no la deseo como antes) o, podría mentir: decirle que está tan linda y delgada como siempre y que no haga caso a comentarios envidiosos y malintencionados. No había mucho que pensar. Escogí esto último mientras le estampaba un beso en la frente diciéndole que no se preocupara. Ella me miró algo escéptica, pero supongo que terminó creyéndolo, pues no volvimos a tocar el tema. Comimos, reímos y platicamos largamente. Había salvado la jornada.
Al menos eso fue lo que pensé hasta que, luego de pagar a la señora de las hamburguesas, le dije sin pensar: Vámonos, gorda, y de pronto se hizo la noche. Al darme cuenta de lo que dije, en un rápido gesto traté de demostrarle que lo hice a propósito para jugarle una broma, pero no era estúpida. Mientras me increpaba lo falso y mentiroso que había sido con ella, podía ver en sus ojos de fuego que estaba a punto de ser demolido por un huracán. Me habló de cuán importante era mi opinión para ella y de cómo había demostrado con mi actitud, que me tiene sin cuidado lo que le pase y que me vería a partir de ahora como alguien que es capaz de fingir una confianza que no posee. En todo el camino a su casa no me dirigió la palabra. El único gesto que recibí fue un portazo en la nariz mientras me despedía.
¿Por qué le molesta tanto engordar un poco? ¿Por qué a todas les molesta engordar un poco? Al fin y al cabo, ¡bienvenida la gordura femenina! Ellas tienen la tendencia a engordar porque sus cuerpos están diseñados para procrear y amamantar. Y sin embargo exigimos que cada día estén más flacas. La palabra “flaca”, de ser un insulto, ha pasado a ser un requiebro. Desde pequeñas las acomplejamos: cuando son niñas anhelan ser como las Barbies anoréxicas que les compramos, y les prohibimos comer más dulces que sus hermanos. Al llegar a la adolescencia, la ropa de los varones continúa siendo cómoda y holgada, pero en las mujeres se torna ajustada: blusas, jeans, tops, shorts, chavos, parecen estar diseñados para dibujar su silueta, de manera que cualquier rollo delator sea puesto en evidencia. Ya para cuando tienen veintiún años, las telenovelas, los catálogos, la publicidad, los comentarios de sus amigas y de mamá le han enseñado que no hay nada más femenino que la delgadez. A una gordita adolescente difícilmente podrán verla como mujer. Tal vez nos parezca tierna, pero un cachorro también lo es.
El resultado final será, en el peor de los casos, una persona neurótica, martirizada, reprimida y con úlceras. La mayoría se siente culpable luego de haber incluido un platillo prohibido en la dieta, y cuando la culpabilidad no puede sobrellevarse, se torna en bulimia. Por eso quizá, más que los hombres, cuando están deprimidas comen todo lo que puedan. Piensan que así están autodestruyéndose. Los nutricionistas se han vuelto hoy en día tan célebres como los cirujanos plásticos, y muchas veces confunden la delgadez con la salud. Una vez escuché a uno de ellos por la radio decir que si tenemos una hija gordita deberíamos estar sumamente preocupados, porque eso podía disminuir su autoestima. Me pregunto si, en vez de ponerla a dieta para que esté “como debe estar”, ¿no sería mas recomendable enseñarle a no dejarse influenciar por estereotipos equivocados? Tarea difícil.
La otra vez veía un desfile de modas por la tele. Se supone que en estos eventos apreciamos lo que vendrá en belleza. No me gustó lo que vi: brazos que parecían fémures, cuellos de botella, piernas de garza, clavículas tan pronunciadas que podría colgar mi camisa en ellas. Casi nadie usaba sostén, pero ni falta que les hacía. Luego noté sus miradas, sus ojos hundidos, sus rostros pálidos y me pregunté cuántas de ellas podrán recuperarse cuando salgan de ese mundo. ¿Cuántas podrán tener niños sanos? ¿Qué futuro les espera a aquellas almas que ahora veía desfilar por la pasarela? Tanta delgadez las hacía lucir como niñas. Quizá estos nuevos parámetros de belleza tengan relación con el aumento desmesurado de la pedofilia y la pornografía infantil en el mundo.
En el Perú, la influencia de estereotipos importados de belleza, difíciles de imitar, ha dado como resultado una generación de mujeres descontentas con su figura y en constante lucha por renovarla. Muchas mujeres, si pudieran escogerse antes de nacer, escogerían ser altas, rubias, delgadas, y con un cutis de muñeca. Pero como no pueden, deben recurrir a los tacones, el tinte, las dietas y el maquillaje. En este país, donde campea un machismo ancestral, las mujeres han sido obligadas a cimentar sus cualidades en aspectos externos, medibles o cuantificables. Los hombres en cambio, pueden ser feos y aducir que tienen “belleza interna”. Y les creemos. En este mundo cada vez más vanidoso, ellas se llevan la peor parte. Ni qué decir de las consecuencias en el mercado laboral, donde han terminado encajonadas en empleos alienantes: las vemos como cajeras, impulsadoras, degustadoras, recepcionistas, operadoras, antes empleos mixtos, ahora exclusivamente femeninos, desempeñados por sendos maniquíes de vitrina.
Admito que incluso yo mismo no he podido escapar a la influencia de este mundo light. De vez en cuando miro el volumen de mi abdomen y me preocupo. A veces me deleito con una cintura estrecha o una blusa bien ceñida. La mirada es indomable. Pero no cambio el amor de mi gordita por nada. Quien alguna vez se ha enamorado de una mujer de peso me entenderá. Vulnerables, tiernas, optimistas y sencillas, sus cualidades trascienden todo lo físico y perduran. El amor que entra por los ojos dura tanto como una flor. Mi gordita no tendrá un cuerpo de telenovela (de televisor tal vez) pero me encanta haberme enamorado de su alma, porque sé que mañana, cuando seamos viejos y la piel se nos cuelgue, cuando estemos sentados en el vetusto sillón de nuestra casa vacía y tome sus manos, le acaricie las canas y mire su rostro agotado a través de mis cataratas, seguiré sintiendo lo mismo. Espero que no me reciba con otro portazo esta noche.